La inconsciencia

Un sábado de carnaval poco antes de las ocho de la mañana y 424 años después de que fuera coronado Eduardo VI rey de Inglaterra, nace en el Hospital "Dr. Miguel Oráa" de Guanare, quien esto escribe.

Ese mismo día, mi papá resultó detenido en la prefectura del pueblo. ¿Razones?: Dar una serenata a su bien amada por el nacimiento de su primogénito. En las calles, las comparsas seguían bailando y cantando al ritmo de la música y de la alegría que producen las fiestas en honor al rey Momo.

La dama que tuvo a bien traerme a éste mundo, sólo me sonreía, me besaba y me decía mil palabras de amor, ese amor que sólo las madres son capaces de expresar.

Mi primer recuerdo llegó luego de tres años, poco más, poco menos. Mi papá era fumador y el aroma que emanaba de su pipa me atraía como la miel al oso. Verle sentado, leyendo libros, el periódico o cualquier otra cosa, era para mi un placer, porque percibir los olores del tabaco perfumado con vainilla, chocolate, limón o cualquier otro aroma era algo maravilloso.

Vivíamos en un lugar frío, un lugar cuyos olores me era agradables y, sobretodo, alegres. Algunas veces nos llevaban a mi hermana y a mi al parque donde vendían mazorcas asadas con mantequilla, ¡placer de dioses! En ocasiones usábamos el tranvía —creo que era un tranvía— y yo era feliz viajando en la ventanilla, no veía a nadie, sólo gozaba del viaje, del viento y de estar tomado de la mano con mi mamá.

Un día mi hermana desapareció, recuerdo que mi mamá lloraba y gritaba. Seguramente tenía mucho miedo, yo solo me mantenía cercano a ella. Llamaba a mi hermana y nadie era capaz de responderle. Yo sabía donde estaba, pero nadie me preguntaba. Anaida salió de entre unos vestidos de la tienda donde nos hallábamos y mi mamá la regañó y la besó a partes iguales. Quise, entonces, hacer lo que había hecho Anaida y así hacer que mi mamá me besara y me abrazara. Sin embargo no pude, ella nos tomó de la mano a ambos y regresamos a casa.

El departamento donde vivíamos era grande —eso creo—, Anaida siempre gustaba de comer de todo y yo siempre la acompañaba. En una ocasión me dio una especie de pastilla blanda de color verde, no olvidaré ese color, era claro, limpio y olía muy bien. Mordí aquella galleta/pastilla y escupí casi de inmediato, su sabor era horrible. Luego mi mamá nos regañó y desde ese día el jabón de baño estuvo fuera de nuestro alcance.

Las letras aparecieron unas tras las otras, torcidas, extrañas. Acababa de escribir mi nombre por primera vez. Luego de eso, mi mamá empezó a enseñarme que, mezclando esos símbolos y las palabras que formaban, podía armar ideas y algo mejor, podía "leer" las ideas que otros habían escrito. Muchos años después entendí porque habían sido tan sencillos mis primeros años en la escuela, leía y escribía, aunque en ese momento no lo sabía.

Un día bajamos del apartamento y nos detuvimos en la puerta del edificio, mi tía Esthela, a quien no volví a ver jamás, estaba junto a nosotros y le explicaba a mi mamá que allí se celebraba esa noche con fuegos artificiales, disfraces y mucha alegría. Una calavera bailó frente a nosotros y por un instante sentí mucho miedo, pero mi mamá y mi tía Esthela reían y entonces yo reí con ellas.

La hojilla cortó la piel de mi dedo sin ningún ruido, sin ningún problema, sentí el horrible frío del acero que cortaba mi carne y entonces empecé a llorar y solté la hojilla. Ese día aprendí que no todo lo que brilla es bueno.

En una ocasión tomé entre mis dedos unas piedras, era extrañas, igual que el oscuro lugar donde estábamos, no sentía miedo pese a la oscuridad. Había mucha gente y mi mamá estaba junto a mi. Sin ninguna razón, metí la piedra en mi boca. Era salada, muy salada. —¡Es sal mineral!— me dijo mamá sonriendo al ver mi cara de desagrado.

Un día, estaba en una gran ponchera plástica. Era de color azul, un azul intenso, profundo, oscuro. Me bañaba reía y jugaba con Anaida mientras nos bañábamos. El agua hirviendo calló, habíamos tropezado a mi abuela. La pierna de Anita se puso oscura primero, luego roja y luego rosa, un rosa intenso que no podré olvidar. Anaida lloraba, yo lloraba, tenía miedo, ella tenía dolor. Fuimos a un lugar y unas personas vestidas de verde metieron a Anita a un cuarto donde no me dejaron entrar. Ya no sentía miedo, pero quería saber que pasaba con Anita. Mi abuela decía que no nos preocupáramos, mi mamá me abrazaba, mi tía Ana María me abrazaba, mi abuela, que jamas abrazaba a nadie también me abrazaba. Yo sólo quería que Anita saliera del cuarto donde la habían metido aquellas personas vestidas de verde. A Ana la llevaron a casa varios días después. Me mostraba su pierna orgullosa, bajo su piel morena la carne roja y brillante hacía que yo me sintiera admirado. Un día mi mamá dijo: —¡Gracias a Dios no le quedaron marcas!

Después de no sé cuantos intentos me rendí. No había manera de atar las trenzas de mis zapatos. ¿Quien había inventado aquella estupidez. Anita me miró burlona, me agarró las manos y en dos movimientos limpios y sencillos me enseñó a amarrar mis zapatos.

Canelo cayó y me miró triste. Sus ojos oscuros estaban tristes. Fui con Don Porfo, mi abuelo a "botarlo". No sabía que era aquello, pero sabía que era una labor que solo hacían los hombres grandes. Lo dejamos en un lugar muy feo, había mucha basura, algunos zamuros saltaban de un lado a otro picoteando cualquier resto. Nunca más volví a ver a Canelo y la tristeza me duró sólo algunos días. Así es el amor de los niños, olvidadizo.

Don Porfo me entregó las "veradas" y tomó otras para él. Empezó a armar el papagayo y al mismo tiempo me explicaba los pasos que debía seguir para armar el mío. Me dijo que debíamos esperar hasta el otro día. El almidón con el que habíamos pegado el papel debía secar bien. Al día siguiente mi barrilete se elevó mucho más alto que el de mi abuelo. Ese día fui el mejor piloto de papagayos, así me dijo Don Porfo.

Carlos, Carla y Estefanía, junto a Anaida, fueron mis compañeros de juegos y aventuras. Luchar contra los piratas, contra los bárbaros o contra tiburones asesinos era tarea de todos los días. Una trirreme que combatía en las aguas al sur del Peloponeso o rescatar a la princesa Carla eran deberes ineludibles de nosotros cinco.

La camioneta en la que íbamos mi mamá, el Sr. Manuel y yo era vieja, ruidosa y muy divertida. Me montaron en la parte de atrás junto a todas las cosas de la mudanza. Mi mamá había conseguido trabajo como directora de una casa hogar en Pedregal, un pueblito en el mero centro de la mitad del medio del estado Falcón y viajábamos los tres para llevar nuestras cosas a la nueva casa. Anaida, mi hermana llegaría después de que nos hubiéramos instalado.
La nueva casa era gigantezca, con un patio enorme donde había una gran pantalla, parecida a una valla publicitaria hecha de cartón piedra y madera.
Las puertas eran enormes y mi mamá las pintó de un azul brillante, el techo era de tejas y las tunas crecían felices en los espacios entre estas. La casa era fresca y el olor a madera de todos los muebles que mi mamá compró días después era delicioso.
La señora Carmen empezó a trabajar en la casa. Cocinaba y se encargaba de la casa. Era gorda, enorme y siempre sonreía. Sus arepas de maíz pelado eran lo máximo. Siempre se hacía la vista gorda y yo me robaba la comida, el queso de chivo era mi blanco principal. Luego me regañaba divertida y yo me "escapaba" corriendo y riendo.
Nancy Atienso era hermosa, ella se encargaba de cuidarnos a mi hermana y a mi. Nancy contaría con unos 15 o 16 años. Su cabello era castaño clarito como las hojas secas, su sonrisa me emocionaba y sus abrazos hacían que la piel se me calentara muchísimo. Todo aquello me gustaba mucho, pero siempre me daba como miedo cuando ella se acercaba porque cuando eso ocurría yo empezaba a sudar, a temblar y mi estómago parecía que haría que yo muriera. Un día no regresó más y entonces lloré muchísimo, muchos años después la vi otra vez. Seguía siendo hermosa y cuando me vio se acercó y me volvió a abrazar como lo hacía siempre. Esa vez, sin embargo, ya no sudaba, tampoco temblé y mi estómago no se enteró del abrazo.

Canelo era un hermoso mucuchíes, Anaida yo gozábamos un mundo montándolo como su fuera un caballo. En otras ocasiones yo lo ataba a un triciclo que había perdido la rueda delantera y entonces Canelo y yo dejábamos de ser un niño y un perro para convertirnos en un centurión romano que corría raudo en su cuadriga de un solo corcel.
Canelo me mordió dos veces, se enojaba muchísimo si alguien tocaba su comida. Las heridas que me causó no fueron graves, pero igual mi mamá lloró mucho porque en ambas ocasiones terminé lleno de sangre. Pese a todo, Canelo fue durante varios años mi mejor amigo y mi compañero de juegos más divertido.

Algunos carromatos pasaron frente a mi casa un día muy caluroso, corrí dentro de la casa y llamé a Anaida. Salimos como locos a ver los carromatos y los seguimos, saltando y gritando contentos y riéndonos. Los payasos nos tiraron caramelos, el domador de leones nos miró soberbio detrás de su gran bigote negro. Los animales nos miraban tristes algunos y enojados los otros desde sus jaulas con barrotes de mil colores. Lucerito, la trapecista, se acercó a nosotros vestida con unas mallas transparentes que la hacía parecer a una odalisca, me sonrió mientras me entregaba un panfleto donde un león y un oso adornaban la promoción del circo. Fue emocionante y Lucerito era bella aunque no tanto como Nancy Atienso.
Esa noche vimos admirados como Lucerito saltaba contorsionándose haciendo proezas en el aire mientras pasaba de un trapecio a otro.
Mi vida cambió esa noche. Lo único que me motivaba era convertir a Anaida en Lucerito, no podía ser de otra manera, yo la enseñaría a ser la mejor trapecista del mundo, ese era mi destino.

La sed me volvía loco, el sol me había deshidratado luego de estar escondido en el techo de la casa desde la mañana y tuve que rendirme. Sabía que mi mamá me mataría y eso me daba mucho miedo pero sabía que era lo que merecía. Mi hermana, Anaida, ya no estaría más con nosotros. Llorando bajé y llorando entré a la casa.
Mi mamá me dio un regaño horrible y esa noche fue la única vez que me dio una tunda. Los correazos ardían muchísimo, pero no me importaba, Anaida no había muerto y eso era lo único que importaba. Luego de fallar el salto de un trapecio a otro —los chinchorros que usábamos para dormir la siesta— ella había quedado sin aire y no se levantó aquello me había asustado tanto que huí y me escondí en el techo. Fue la única y última vez que Lucerito voló dentro de la casa... y fuera de ella.

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